El accionista que no era generoso

Me encanta tener dinero, pensó el accionista mientras atravesaba la puerta principal y salía de la casa imponente que tenía en Long Island. Era una fresca mañana de octubre. ¡Y lo que más me gusta es que lo he conseguido todo por mis propios medios!

Al joven apuesto y de constitución atlética le complació ver que su limusina estaba estacionada tan cerca de la entrada del edificio como era posible. Se levantó el cuello del saco y pasó raudo por delante del Conductor, que le sostenía abierta la puerta del auto.

– Tome los tres bolsos que dejé detrás de la puerta, por favor – le solicitó el Accionista, sin dudar por un instante que él obedecería sin pestañear. Últimamente no acostumbraba a cargar nada: solo la valija con la computadora portátil, pero prácticamente nada más. Se deslizó en el asiento trasero y el Conductor cerró la puerta, con cuidado pero con firmeza. Unos segundos más tarde, el Conductor colocaba los bolsos en el baúl y se sentaba detrás del volante.

– ¿Podría subir un poco la temperatura?

– Sí, señor – accedió el Conductor.

El Accionista nunca se había preocupado mucho por su salud personal y el sentirse bien. Como heredero de una fortuna -si bien todavía no la había heredado – había tenido el privilegio de disfrutar una posición holgada en la vida. En la universidad, estudió en una escuela de negocios de renombre, aunque es posible que el título se lo hayan dado más por las contribuciones financieras de su padre a la institución que por su propia inteligencia.

Esto no significa que no se haya dedicado al estudio mientras cursaba la carrera. Estudiaba sí, y mucho, cuando no salía de parranda con sus amigos. Estudió sí, cuando no tenía una fiesta en la que se consumían drogas o un compromiso para ir a esquiar. Estudió sí, cuando no compartía una borrachera los fines de semana con sus amigos, quienes tampoco pensaban mucho en sus propios futuros. Estudió lo suficiente para que le otorgaran el famoso título, aunque no se destacó para nada en la clase.

Su padre – que esperaba dejar un legado en el mundo financiero – invitó al joven recién graduado a trabajar en la empresa familiar. En el peor de los casos, pensó el Accionista, tendré que trabajar un poco. En el mejor de los casos, no tengo nada que perder.

El padre del Accionista hizo cuanto pudo por inculcar en la vida y la carrera de su hijo la ética de trabajo a la manera antigua. Como resultado, no le allanó el camino: no le ofreció incorporarse como socio, no hubo aumentos de salario gratuitos ni premios desmedidos, ni tampoco hubo contemplaciones especiales ni beneficios adicionales.

El Accionista no demoró en manifestar su disconformidad. Intentó plantear el asunto a su padre, pero el viejo no quiso saber nada acerca de las súplicas de su hijo. Entonces, como por arte de magia, apareció en el horizonte una oportunidad formidable para el Accionista: ¡El Internet!

Decidió fundar su propia compañía: una agencia de bolsa con transacciones en línea, que comercializara las acciones a través de módems cada vez más rápidos y líneas de banda ancha que permitían conectar a todo el país al instante. Así creó su propia empresa y abandonó las comodidades del éxito de su padre.

El primer año fue difícil. vivió en Brooklyn, en un apartamento frío, con la pintura descascarándose de las paredes, a unas pocas cuadras del puente Verrazano Narrows. Para ir a Manhattan debía tomar el tren, y sentarse al lado de secretarias calzadas con zapatillas deportivas, pandilleros cubiertos con tatuajes y hombres trajeados vestidos de… traje. La oficina quedaba bastante lejos de Wall Screet, en el lado este de la ciudad. No se asemejaba en nada a las oficinas prestigiosas de su padre, las que tenían vista panorámica al puerto y a la Estatua de la Libertad. Todo lo contrario, las oficinas del Accionista daban a una escalera de incendios que colgaba precariamente de un edificio de ladrillos y que estaba casi apoyada contra su ventana.

Al principio, su negocio no tuvo mucha actividad. El sitio en la red recibía pocas visitas, y muy de vez en cuando. Tal vez cometí un grave error, pensó el Accionista. Quizá tendría que haber aguantado más tiempo en la firma de mi padre, haber probado que realmente sirvo y escalar posiciones según sus condiciones. Sin embargo, sucedió algo que lo cambió todo. Cierto día, el Accionista estaba mirando un informe de negocios en la televisión, y escuchó al fundador de otra punto com, una agencia competidora de compra y venta de acciones en línea, revelar los secretos de su éxito. Eran tan sencillos, tenían tanto sentido común, y parecían tan fáciles de implementar, que el Accionista no dudó en aplicar inmediatamente estas ideas.

A las veinticuatro horas de implementar las primeras etapas de un plan rentable de negocios, las visitas a su sitio en la red habían aumentado de forma exponencial. A los pocos días, publicó avisos solicitando personal en los periódicos The New York Times y The Wall Street Journal. A las dos semanas, llegó a la conclusión de que los avisos y la selección del personal eran contraproducentes, y contrató a una agencia de empleos especializada en los campos de la alta tecnología y las altas finanzas.

No tardó en dar el gran salto. Como resultado de una fusión de dos empresas, había quedado libre un espacioso inmueble en un prestigioso edificio de oficinas de Wall Street. Compró sin demora el piso y negocio una opción para ampliaciones futuras.

El éxito lo acompañaba. Había logrado triunfar sin el apoyo de su padre, sin la firma de su padre, y sin las ideas anticuadas de su padre. Esa moda de Internet no durará más que un año, le había advertido. Pues se había equivocado. El Accionista estaba regodeándose en sus victorias cuando la ventanilla divisoria de la limusina, que lo separaba del Conductor, se abrió y el sonido interrumpió sus pensamientos.

– ¿Quiere que deje los bolsos en su apartamento o necesitará algo? – preguntó el Conductor.

– Puede llevarlos todos al apartamento -contestó el Accionista.

-Muy bien, señor. Y… ¿me necesitará antes del viernes?

– No. Un momento… sí. Tengo una mesa reservada para cenar el jueves en la noche.

– ¿Tendré que pasar a buscar a la señorita Stephanie entonces?

– Por supuesto. Saldré a cenar con Stephanie. ¿Con quién si no? No voy a salir con la vagabunda que se pasa el día sentada en la entrada del edificio de mis oficinas ¿no?

– No señor. Lo siento, señor.

El Accionista presionó un botón y volvió a cerrar la ventanilla. Había dos asuntos que bien podría prescindir de ellos: aquella vagabunda desaliñada y los conductores entrometidos. La gente dedicada a prestar servicios, en opinión del Accionista, no necesitaban saber más que aquello que su empleador determinara.

De todos modos, el Conductor había estado con él casi desde el principio exitoso de su compañía y era bastante tolerable. Al fin de cuentas, no era fácil conseguir buenos conductores… y mucho menos que estuvieran dispuestos a tener horarios divididos y a estar a la orden a horas irregulares. Bastante bien le pago. Este pensamiento tranquilizó al Accionista mientras la limusina se detenía frente al edificio de varias plantas donde tenía las oficinas, con una vista que no tenía nada que envidiar a las dependencias de su padre.

En efecto, la vagabunda estaba ahí, rodeada de otros indigentes quienes, como parecía ser su costumbre, conversaban brevemente con ella y luego seguían su camino. Ojalá Nueva York hiciera algo para remediar esta situación, pensó el Accionista.

– Nos vemos el jueves a la seis de la tarde en mi apartamento – dijo el Accionista al Conductor -. Cenaremos en un restaurante francés en la calle East 55, Le… seguido por algo en francés.

– Muy bien, señor.

El Conductor descendió del auto, el tráfico pasaba a su lado, y se dirigió por detrás del vehículo para abrir la puerta a su empleador. Justo antes de que el Accionista atravesara las puertas giratorias con apliques relucientes de bronce y entrara en el vestíbulo con paredes recubiertas de mármol, no pudo dejar de elevar la vista hacia la imponente estructura que parecía llegar hasta el cielo mientras un pensamiento inquietante le cruzaba por la mente:

Me pregunto por qué me siento tan insignificante.

Visto en «El Factor generosidad» de Ken Blanchard y S. Truett Cathy.

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