Me encanta tener dinero, pensó el accionista mientras atravesaba la puerta principal y salía de la casa imponente que tenía en Long Island. Era una fresca mañana de octubre. ¡Y lo que más me gusta es que lo he conseguido todo por mis propios medios!
Al joven apuesto y de constitución atlética le complació ver que su limusina estaba estacionada tan cerca de la entrada del edificio como era posible. Se levantó el cuello del saco y pasó raudo por delante del Conductor, que le sostenía abierta la puerta del auto.
– Tome los tres bolsos que dejé detrás de la puerta, por favor – le solicitó el Accionista, sin dudar por un instante que él obedecería sin pestañear. Últimamente no acostumbraba a cargar nada: solo la valija con la computadora portátil, pero prácticamente nada más. Se deslizó en el asiento trasero y el Conductor cerró la puerta, con cuidado pero con firmeza. Unos segundos más tarde, el Conductor colocaba los bolsos en el baúl y se sentaba detrás del volante.
– ¿Podría subir un poco la temperatura?
– Sí, señor – accedió el Conductor.